NADA
8.5.2008 - Mar Muerto
La misma tienda de parador de carretera que hay en cualquier parte del mundo. Los mismos gorros y sombreros para el sol, las mismas cremas y chocolates para el viaje. Entre esa monotonía consumista que se improvisa al lado del cualquier carretera, mi atención descubre un gorro de paja, roto, apartado y absolutamente ajeno a la tienda. Contra cualquier juicio precipitado, nadie lo ha olvidado por descuido: alguien había decidido no viajar más. Lo tomo, lo calzo en mi cabeza y en su compañía inicio mi particular viaje.
La carretera atraviesa el desierto. El paisaje hecho de una inmensa nada complejísima, se repite luchando contra la marcha del vehículo. Mis ojos en un júbilo de atención se entretienen contemplando el duelo del avanzar y el inmóbil paisaje. La carretera nos hunde a cada metro hacia el lugar más profundo del mundo: el Mar Muerto.
A quinientos metros bajo el nivel del mar se extiende, con una orilla en Israel y otra en Jordania, un paisaje-fósil; una agua que los grandes océanos, durante su retirada en tiempos remotos, olvidaron llevar con ellos como un viajero olvida su sombrero.
Carcomido por la sal, ausente de vida animal o vegetal por completo, ese paisaje invita a olvidarlo todo en un diálogo entre él y el alma... La sal, el agua y los barros que el olvido de los océanos ha generado, componen para el viajero un ritual cuyo único propósito es integrarle en esa nada. En una orilla perdida, untado de barro negro, el sol quema mi olvidado cuerpo perdido en esa orilla. El mar repleto de sal, de un tacto imposible de imaginar, se
convierte en orilla escenificando una unidad absoluta con la naturaleza de sus confines: se vuelve un suelo firme en el que nada puede hundirse. En medio de esa nada, todo flota, nada consigue permanecer en el fondo. Nada consigue anclarse en el mar muerto. Nada permanece más allá de lo esencial: piedra, aire y agua.
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Cena y noche en el kibbutz de Ein Gedi, un verdadero jardín en un desierto (una verdadera molestia). Esta sociedad se emperra en ajardinarlo todo, y más que una forma de hacer la vida más confortable, esos jardines parecen una sutil forma de mentirse. Los jardines son la ilustración de un idealismo muy calvinista: regar, sembrar, trabajar, producir, modificar, construir, destruir, extinguir. Un jardín en un desierto es una forma de extinguir el desierto. Prefiero la verdad quemada por la sal, prefiero la nada.
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Amanecer en Jordania. 6 de la mañana. Extrañamente el día no llega desde la oscuridad, existe una luz perenne que como un relato, avanza descubriendo su verdadera vocación. El sol aparece en su precipitado curso de entre las montañas. Jordania se viste de rojo para recibirle. En pocos minutos el astro domina la extensión azulada y el día, completo, radiante, da la espalda distraído al secreto que traman el sol y Jordania a diario.
Anochecer en Israel. La ruta nos devuelve a Tel Aviv, a casa (a casa?). Descalzo mi sombrero y lo reposo en la estantería de la entrada. Lo miro y comprendo lo que he aprendido de mi sombrero: un viaje como una visita a lo siempre conocido. Un paisaje, una ruta como una narración del relato de nosotros mismos.
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[Texts by Moisès Fernández Via in Spanish]
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